EL PERRO NEGRO CON LA PATA BLANCA
Cuento.
Había una vez Jacinto, un hombre que quería algo… más que ninguna
otra cosa en el mundo: viajar. Quería abandonar su casa por un tiempo
no determinado y dirigirse a otros lugares, sin rumbo, sin plan, sin meta,
quizá sin retorno.
Ya no era joven, pero tampoco era lo que la gente había decidido
llamar viejo. Veía bien, oía bien, caminaba largo sin cansarse, dormía y
comía sin pretensiones, casi en cualquier parte y casi cualquier cosa,
soportaba bien el calor y el frío, no necesitaba mucha ropa y no tomaba
nunca medicinas.
No tenía familia, antes la tuvo y fue feliz con ella. Su madre falleció
cuando él tenía 18 años y su padre cuanto tenía 21. Nunca tuvo
hermanos ni primos, nunca se casó. Realmente Jacinto no tenía
amigos, todos lo saludaban y todos lo conocían y él conocía a todos,
pero ninguno era su amigo, a nadie nunca le contaba sus verdades y
nadie se las contaba a él.
Hubiese querido tener una sola amiga y ser todo para ella y que ella
fuese todo para él y quizá más tarde ser responsables de una prole…
pero nunca la encontró, quizá nunca la buscó.
Cuando su padre lo llevó, a sus 15 años y en el mismo San Onofre, a la
fábrica donde trabajaba desde siempre, se quedó ahí. Tuvo un trabajo
que cumplir diariamente y lo cumplió sin fallar nunca. No entendía por
qué otros faltaban a veces y se enfermaban. Era esa su vida y nunca
falló, tampoco nunca cambió de tarea, hizo lo mismo desde aquel día
de febrero, hasta ahora.
Su trabajo le daba afortunadamente tiempo para pensar, para imaginar
cómo serían las cosas en otros lugares. Todo empezó cuando llegó a
la fábrica un obrero que vivía en el pueblo vecino, era diferente en
algo, hablaba distinto, olía de otro modo, no era del pueblo, era de
fuera, era diferente a él.
Cada tarde sonaba el silbato y todos salían. Mientras Jacinto iba a su
cuarto, el extranjero se cambiaba de zapatos y salía andando del
pueblo hasta perderse en la primera curva del camino. Jacinto
entonces empezó a acumular deseos cada vez más incontenibles de
seguirlo, de ir al otro pueblo. Comenzó a imaginarse cómo sería estar
en otro lugar, quizá las calles eran diferentes, más anchas, quizá más
largas, quizá con más luz…
Entonces empezó sin prisa a preparar su partida.
Observó los zapatos del extranjero, se llamaba Eusebio, acá nadie se
llamaba Eusebio, en cambio había tres Jacintos. Los zapatos de
Eusebio tenían las suelas más altas, y unos cordones mucho más
largos. Jacinto debería quizá tener también zapatos así, quizá los
suyos sólo servían para sus calles, quizá en el otro pueblo habría que
tener zapatos diferentes… además, infortunadamente, tendría que
abandonar su cuarto.
Desde que decidió no vivir más en la casa grande y buscar una
habitación para él solo, estaba en ese cuarto con su baño. Tenía una
puerta de madera, ancha con doble hoja y dos ventanas que daban al
patio de adentro donde había un árbol en el medio. Una acequia
angostita con el fondo de piedra pasaba al lado mismo del árbol y le iba
dejando lentamente agua transparente y fría.
Para Jacinto la vida, cuando no trabajaba, era comer, leer el diario y
rumiar los recurrentes pensamientos y ahora sus inquietantes ideas de
viaje. Sentado en la mecedora que era de su padre frente a las
ventanas abiertas, oía el liviano discurrir del agua y de tanto en tanto
un ladrido lejano o el cortés saludo que, con medias palabras y una
inclinación de cabeza, le dispensaba la señora que vivía al otro lado del
patio cuando pasaba con pasos cansinos delante de las ventanas.
El viernes le pagaron su salario y él avisó que no regresaría.
Puso en un bultito que se colgó a la espalda, una muda de ropa, otro
par de zapatos, su cuchillo, un rollo de cuerda y todo su dinero. Se caló
el sombrero, cerró la puerta detrás de él, resistiendo difícilmente a la
tentación de botar la llave. Respiró hondo y salió a la calle tranquila.
Sintió un estremecimiento en el estómago, miró a un lado y al otro como
indeciso y se encaminó por el centro de la calzada hacia la salida del
pueblo.
Era un quieto domingo en la mañana. ¿Había empezado hoy a
establecerse como andarín, como viajero, como aventurero, como
hombre libre por no tener aparentemente, ni meta ni rumbo ni apuro?
Se dio cuenta de que el zapato derecho del par nuevo, le dolía al
caminar.
Caminó media mañana y a lo lejos vio la punta de la iglesia del pueblo
vecino, él pensaba que sería más lejos. Se fue acercando poco a poco,
paso a paso, cojeando un poco. El pueblito era mucho más chico que
San Onofre. No había una fábrica y sólo era una calle ancha, unas
pocas casitas, la iglesia en una placita con bancos de madera y una
tienda grande que se llamaba Baratillo.
Se sentó en uno de los bancos y sin pensarlo más se quitó los zapatos.
Un perro negro vino a olisquearlo, él le rascó la cabeza, el perro dio un
par de vueltas sobre sí mismo y se echó a su lado. La gente estaba
saliendo de la iglesia, los hombres con sus trajes planchados y las
mujeres con sus mantillas negras en la cabeza. Lo miraron curiosos, lo
saludaron y mecánicamente se fueron yendo a sus casas dejándolo
solo con el perro.
Un buen rato después, sólo cuando sintió ganas y sin ningún apuro, se
puso los zapatos y se encaminó a la salida del pueblo. El perro negro lo
siguió como si siempre lo hubiese hecho. Salió del pueblo, curioso de
saber adónde iría a parar el único camino que podía tomar.
El perro se le adelantó trotando y moviendo con soltura sus cuatro
patas, una de ellas tenía una bonita mancha blanca; olisqueaba el
camino y de vez en cuando volteaba como para estar seguro de que
Jacinto lo seguía. No dejaba de menear la cola al caminar.
A la derecha del camino, ya en las afueras del pueblo, se abría un
senderito
secundario que empezaba con una bajadita y luego haciendo una
especie de amplia curva se perdía detrás de una colinita verde. El
perro entró decidido al caminito y se detuvo unos pocos metros más
allá, volteó y se quedó inmóvil viendo si Jacinto entraba también o no.
Jacinto levantó las cejas y cojeando por su adolorido pie, entró.
El perro ya no olisqueó el camino, levantó la cabeza como orgulloso y
alegre al mismo tiempo y acelerando el paso casi corrió hacia abajo.
Luego se detuvo y esperó sin dejar de mover la cola y con la lengua
afuera. Sólo cuando estuvo seguro de que Jacinto lo seguiría, arrancó
a correr hacia la casa que ahora había aparecido detrás de la colinita
verde.
Un rato después apareció en la puerta de la casa el perro negro con la
pata blanca moviendo la cola y una joven mujer secándose las manos
en un delantal y mirándolo a lo lejos en el sendero. Yo no lo podría
jurar pero creo que ella estaba sonriendo y me parece que Jacinto,
tímidamente, también.
Adolfo Pardo
1º de mayo de 2005