EL CIEGO
20 de Febrero 1986
Esta mañana, camino a la oficina pasé, como todos los días, delante
de la Iglesia de San Francisco. Las dos enormes puertas de madera
tallada estaban cerradas. Solamente una puerta chica se abría
dejando ver apenas un poco del interior.
No sé exactamente por qué me detuve un instante. En realidad
hubiera querido quedarme un poco más, hasta hubiera querido entrar,
pero sentí una especie de vergüenza y no lo hice. Sólo me detuve un
instante, lo suficiente para ver un poco hacia adentro. Vi una especie
de división de madera, justamente después de la puerta. En ella había
algunos papeles sujetos con chinches. Se me ocurrió que eran
participaciones de próximas novenas o listas de bautizos. También
había un afiche grande, a colores, con la carita de un niño chino.
Por un momento lamenté que esa división de madera estuviese ahí,
hubiese querido que mi vista penetrase hasta el fondo para ver el altar
mayor. Me lo imaginé casi oscuro con un par de velas inmóviles y una
lucecita roja a la derecha.
Me lo imaginé inmutable, fiel, siempre ahí, esperando que algún día yo
entre, me acerque y me arrodille, aunque no fuese más que para
recordar. Saqué mi vista del interior de la Iglesia y antes de poder
reiniciar mi camino vi, sentado en el piso, un mendigo ciego, pidiendo
limosna.
Me quedé mirándolo fijamente. El nunca lo supo. Solamente fueron
unos inesperados segundos...: Además de no tener ojos, tenía la cara
completamente cubierta de marcas de viruela. Pensé que en algún
momento quizá él usó anteojos oscuros para cubrir sus párpados
arrugados, profundos y completamente cerrados pero, pensé,
probablemente los perdió o se los robaron o los vendió y nadie nunca
más se preocupó de darle otros y el nunca pensó que eso pudiese
llegar a ser necesario.
Detrás de él, apoyado a la pared estaba su bastón, grueso, de
madera, rugoso y con la parte de abajo protegida por un pedazo de
caucho de automóvil. Al lado del bastón había una bolsa de tela,
inmunda. Me imaginé que en ella habría pan seco y quizá una cuchara
sopera de metal, con sabor a cobre en la punta.
Y nada más. No había un niño dormitando a su lado, ni un perro con
una cuerda en el cuello, ni una mujer encinta. A su lado no había
nada. Ni siquiera tenía la mano estirada para pedir. Solamente estaba
ahí sentado, con la cabeza inclinada un poco hacia un lado y
meciéndola todo el tiempo como diciendo no, no, no, no... y los labios
un poco entreabiertos listos para decir, Dios se lo pague...!
No supe qué hacer, si darle una moneda o, por qué no, un billete, o
tocarlo en el hombro y apretarlo o palmearlo. Decidí no hacer nada.
Me prometí volver... y también entonces entrar en la Iglesia...
Me puse a caminar sin poder todavía recuperar mi apurado paso
habitual. Me sentí cobarde y miserable, no me gustó darme cuenta de
que soy simplemente igual a los demás, a los cientos que pasan
delante de él, y de todo, y no lo miran siquiera...
Nunca antes tan claramente, solamente entonces, a mi alrededor en la
calle, vi gente, apurada, despierta, colorida, preocupada, todos
caminando rápido y parpadeando con los ceños fruncidos. Vi vitrinas
cristalinas llenas de fantasía, vi autobuses repletos y automóviles
brillantes y semáforos y kioskos con revistas de colores y gente y
gente caminando, corriendo, saltando entre los autos en la calle, con
carteras, con maletines, con periódicos bajo el brazo. Vi una pareja
caminando de la mano y sonriendo... conté en apenas cien metros,
cuatro vendedores, corriendo contra todos, con sus diarios en la
cabeza sujetos con una mano y gritando las noticias...
Tuve la clara sensación de que todo esto es absolutamente compacto,
todo, absolutamente todo, está lleno de luz, de color, de ruido, de
movimiento... no hay nada vacío... todo está completamente
atiborrado, y ya no cabe nada, sin embargo cada vez hay más ruido,
más color, más luz, más saturación............
Y entonces recordé al ciego de la Iglesia. El está aparte de todo esto,
pensé. El está aparte del mundo. El no participa. Tontamente recordé
entonces que en el espacio hay también agujeros negros en los cuales
no hay nada.....
...
Volví a ver con la imaginación la calle delante de San Francisco.
Por un lado la presión de la gente, del movimiento, del ruido, de la
pasión, la ofuscación, el apuro innecesario, la angustia...
...pero apenas pasando la puerta de la Iglesia, la paz, la tranquilidad,
el silencio espeso y oscuro, el olor a oración y misa, la gente
susurrando...
...y en la puerta un hombre sentado en el piso, casi inmóvil,
balanceando la cabeza interminablemente... Detrás de esos párpados
eternamente cerrados vi un espacio enormemente grande, casi sin fin,
pero negro, completamente transparente, pero negro... algo como una
caverna enorme, inmensa, absolutamente vacía, llena de nada...
totalmente en silencio y en ella únicamente miles de recuerdos
etéreos, sin consistencia y sin color... y de un eco altísimo y
silencioso...
Y al final de ese espacio eterno,
al fin y al principio al mismo tiempo...
únicamente el hombre gris,
con los párpados apretados y la cara marcada,
balanceando eternamente la cabeza,
con su caverna oscura por dentro
y con los labios entreabiertos, prestos a decir solamente,
Dios se lo pague...!
Adolfo Pardo