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CONVERSACIÓN EN LOS ANAUCOS

Un relato de Adolfo Pardo  

 

La terraza se había convertido poco a poco en el lugar preferido en la casa, su orientación abiertamente hacia el sur, la hacía siempre fresca, casi constantemente con una brisa suave, a veces cambiante hacia un tibio ventarroncito, pero siempre agradable. Y la vista… amplísima, profundísima, lejanísima… los Valles del Tuy siempre a sus pies.

 

Cerca se veía la Urbanización Los Anaucos, cada día un poco más poblada, los campos de golf y la piscina del club. Un poco más lejos la carretera vieja hacia Charallave y los comienzos de la ciudad. A lo lejos la fábrica de cemento de Ocumare, más lejos a la derecha la ciudad de Cúa, al fondo la autopista, las suaves colinas perpetuamente verdes.

 

Era agradable descubrir que cada mañana, cada tarde, cada día, la vista era diferente, cambiante en su perspectiva, algunos días las nubes bajas impedían ver algo y la neblina entraba en húmedas oleadas blancas y silenciosas hacia la terraza.

 

Otros días se podía vaticinar la llegada de la lluvia que se percibía desde lejos, se notaba una brisa un poco más fuerte, levantabas la vista y al fondo, más allá de Ocumare, se veía el cielo negruzco avanzando hacia ti, hacia la terraza. Viene el agua, decíamos. En efecto, salvo raras excepciones, a los diez minutos de haber pronunciado esas anticipadas palabras, el viento arreciaba un poco, los molinetes se aceleraban con ruido y empezaban a caer los primeros goterones.

 

Los aguaceros solían ser fuertes, a veces “venteados” lo que significaba que llovía casi horizontalmente desde el mismo sur entrando las nutridas gotas hasta el fondo de la terraza mojando los muebles, cojines, manteles o lo que no hubieses logrado salvar del inminente “palo de agua”… pero el agua era tibia y mojarse no era realmente un problema.

 

Después de la lluvia aparecía una vez más el sol, brillante y tibio. A lo lejos se oían todavía los truenos alejándose y entonces aparecía el paisaje perfecto, el aire limpísimo, a las distantes montañas se les veía nítidas y azuladas allá al fondo. Los pajaritos volvían a trinar, el aire estaba fresco, renovado, cristalino, se diría que se podía quebrar.

 

Uno se relajaba mirando hacia el fondo del paisaje. Capas y capas de montañas, cada vez más lejanas y cada vez más azules. Cúmulos blanquísimos y brillantes en el cielo de profundo azul y más arriba cirrus como pintados descuidadamente.

 

En la terraza había un columpio de madera mirando hacia afuera, hacia el valle. Invariablemente yo me sentaba en él y me quedaba quieto, casi extasiado, dejándome poseer por el paisaje y permitiéndole que me haga formar parte de él.

 

Ella estaba en la casa haciendo cosas de ella, la oía de un cuarto al otro como canturreando sin realmente hacerlo. Entonces me venían esas ganas de traerla a mi lado, invitarla a acompañarme, pedirle que se siente a mi lado.

 

Hoy no habíamos ido a Caracas, por suerte nos habíamos quedado en la casa. El ruido de la ciudad, las inevitables colas de miles de carros, el olor a gasolina, las tiendas abarrotadas de gente ansiosa y descortés, el papelito con la lista de quehaceres que se iban cumpliendo uno a uno y en orden, la desesperante búsqueda de un lugar donde estacionar en el sótano de un centro comercial lleno de gente… todo eso había quedado atrás.

 

Estaba en la terraza en silencio, sintiendo en la cara y oyendo el viento entremezclado con los infaltables trinos… esa era una paz mágica.

 

La llamo, la invito a sentarse a mi lado. Nos quedamos quietos balanceándonos casi imperceptiblemente con la vista relajada en la profundidad. Sin mirarnos y casi sin darnos cuenta empezamos a conversar.  

 

Adolfo Pardo

27jun2009

 

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